Un cuarto de siglo en Córdoba
En unos días hará veinticinco años que vivo en Córdoba. Se dice
pronto, pero un cuarto de siglo en una vida es una cifra nada
desdeñable.
Corría el caluroso -como no podía ser de otra forma en Córdoba- verano de 1991, Miguel Induráin acababa de ganar su primer Tour de Francia y la Unión Soviética se caía en pedazos tras el intento de golpe de estado contra Gorbachov... Empezaba a acabar el siglo XX y mientras Los Manolos versionaban en rumba el All my loving de los Beatles, y la Banda Blanca cantaba la Sopa de Caracol, los españoles esperábamos la llegada del 92 como el momento en que nos iba a convertir definitivamente en modernos y europeos.
Mi madre y yo llegábamos a Córdoba en un borrón y cuenta nueva en la vida, en un mes de agosto al barrio de la Judería, mi barrio, aprendiendo que referirse al Patio de los Naranjos por su nombre era cosa de turistas, que eso eran "los Patios" de toda la vida, que el barrio donde empezábamos a vivir se llamaba de la Catedral, dónde todavía se podían comer boquerones en vinagre en la taberna de la Mezquita, pasteles caseros recién hechos en la calle Deanes, y que Rafalito Varo te arreglara un par de zapatos en su tienda frente a la virgen de los Faroles.
En ese verano descubrí esa Cordoba ignota, tan cercana y tan alejada a la vez de los recorridos de los turistas. En un memorable paseo, en la abrasante soledad de una tarde de agosto, descubrí de una vez subiendo por la calle Cabezas -mirando una y otra vez los arquillos de donde colgaron las cabezas de los infantes de Lara-y la de Julio Romero de Torres, la plaza de Jerónimo Páez, donde estaba -y sigue estando- el Museo Arqueológico, solitaria, deprimida y sobre todo, rebosante de belleza: todos sus detalles eran maravillosos: la monumental portada de la vieja casa de los Páez, su balcón en esquina, tan extremeño, y en el lado opuesto de la plaza, la fuente con mascarones, el busto de Lucano, la buganvilla adherida junto a la portada mudéjar de la casa del Judio, la celosía del balcón.... Entendí perfectamente que en el azulejo que indicaba el antiguo nombre de la plaza pusiera "Antigua plaza de los paraísos".
Aún no recuperado de mi descubrimiento, volví a bajar la calle de Julio Romero , tan intrincada, tan pétrea, tan bella, y por el Portillo cruce la calle de la Feria, y casi frente por frente había otro arco, rotulado como compas de san Francisco. Lo franqueé, y pasando junto a la iglesia descubrí otra plaza, de la que una mitad, dos lados completos, era el claustro de un viejo y aparentemente abandonado convento, y en medio, de una fuente brotaba un caño de agua. Como muchos años antes había dicho Pablo García Baena, y unos pocos después leería yo: "no había más belleza en este mundo"
Han pasado veinticinco años, nada menos. Idas, venidas, gente que está, que no está, que se ha ido. Risas, sueños, y sobre todo paseos... muchos paseos.
Desde hace mucho tiempo, Rocío y yo paseamos por allí por las tardes, y nos paramos en la plaza de Jerónimo Páez, extasiados como la primera vez en su belleza solitaria. Simplemente a mirar, a no pensar, a escuchar el ruido del aire en los árboles de la plaza, a escuchar el leve toque de las campanas del convento de la Encarnación, y su grave réplica en las de la Catedral.
Nos encanta decir siempre lo mismo: que es el lugar de Córdoba más cercano a Roma -los restos desperdigados del teatro, la eterna presencia de Lucano, los mascarones vigilantes de una fuente a la que le falta el agua- y a Toledo -la puerta mudéjar, la soledad, las campanas de los cercanos conventos-. Un lugar local, y a la vez universal.
Sentados en los escalones de la antigua Plaza de los Paraísos convenimos siempre que si no fuéramos de Córdoba, estaríamos profundamente enamorados de Córdoba. Tan lejana, tan sola, tan callada, tan difícil, tan particular, tan Córdoba... Veinticinco años después.
Corría el caluroso -como no podía ser de otra forma en Córdoba- verano de 1991, Miguel Induráin acababa de ganar su primer Tour de Francia y la Unión Soviética se caía en pedazos tras el intento de golpe de estado contra Gorbachov... Empezaba a acabar el siglo XX y mientras Los Manolos versionaban en rumba el All my loving de los Beatles, y la Banda Blanca cantaba la Sopa de Caracol, los españoles esperábamos la llegada del 92 como el momento en que nos iba a convertir definitivamente en modernos y europeos.
Mi madre y yo llegábamos a Córdoba en un borrón y cuenta nueva en la vida, en un mes de agosto al barrio de la Judería, mi barrio, aprendiendo que referirse al Patio de los Naranjos por su nombre era cosa de turistas, que eso eran "los Patios" de toda la vida, que el barrio donde empezábamos a vivir se llamaba de la Catedral, dónde todavía se podían comer boquerones en vinagre en la taberna de la Mezquita, pasteles caseros recién hechos en la calle Deanes, y que Rafalito Varo te arreglara un par de zapatos en su tienda frente a la virgen de los Faroles.
En ese verano descubrí esa Cordoba ignota, tan cercana y tan alejada a la vez de los recorridos de los turistas. En un memorable paseo, en la abrasante soledad de una tarde de agosto, descubrí de una vez subiendo por la calle Cabezas -mirando una y otra vez los arquillos de donde colgaron las cabezas de los infantes de Lara-y la de Julio Romero de Torres, la plaza de Jerónimo Páez, donde estaba -y sigue estando- el Museo Arqueológico, solitaria, deprimida y sobre todo, rebosante de belleza: todos sus detalles eran maravillosos: la monumental portada de la vieja casa de los Páez, su balcón en esquina, tan extremeño, y en el lado opuesto de la plaza, la fuente con mascarones, el busto de Lucano, la buganvilla adherida junto a la portada mudéjar de la casa del Judio, la celosía del balcón.... Entendí perfectamente que en el azulejo que indicaba el antiguo nombre de la plaza pusiera "Antigua plaza de los paraísos".
Aún no recuperado de mi descubrimiento, volví a bajar la calle de Julio Romero , tan intrincada, tan pétrea, tan bella, y por el Portillo cruce la calle de la Feria, y casi frente por frente había otro arco, rotulado como compas de san Francisco. Lo franqueé, y pasando junto a la iglesia descubrí otra plaza, de la que una mitad, dos lados completos, era el claustro de un viejo y aparentemente abandonado convento, y en medio, de una fuente brotaba un caño de agua. Como muchos años antes había dicho Pablo García Baena, y unos pocos después leería yo: "no había más belleza en este mundo"
Han pasado veinticinco años, nada menos. Idas, venidas, gente que está, que no está, que se ha ido. Risas, sueños, y sobre todo paseos... muchos paseos.
Desde hace mucho tiempo, Rocío y yo paseamos por allí por las tardes, y nos paramos en la plaza de Jerónimo Páez, extasiados como la primera vez en su belleza solitaria. Simplemente a mirar, a no pensar, a escuchar el ruido del aire en los árboles de la plaza, a escuchar el leve toque de las campanas del convento de la Encarnación, y su grave réplica en las de la Catedral.
Nos encanta decir siempre lo mismo: que es el lugar de Córdoba más cercano a Roma -los restos desperdigados del teatro, la eterna presencia de Lucano, los mascarones vigilantes de una fuente a la que le falta el agua- y a Toledo -la puerta mudéjar, la soledad, las campanas de los cercanos conventos-. Un lugar local, y a la vez universal.
Sentados en los escalones de la antigua Plaza de los Paraísos convenimos siempre que si no fuéramos de Córdoba, estaríamos profundamente enamorados de Córdoba. Tan lejana, tan sola, tan callada, tan difícil, tan particular, tan Córdoba... Veinticinco años después.
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