Madrid, 1989



Rocío me envió la lista que publicó la Vanity Fair con las mejores 50 series de televisión españolas de toda la historia. En principio, imaginé que sería una más de esas listas subjetivas que tanto nos gusta leer en las revistas, pero al final me encontré por una parte con el convencimiento de que – generalizando – las producciones de televisión de hoy no tienen nada que ver a las de los años 80 y por otra parte con un viaje a mi infancia y juventud, y a imágenes a medio recordar y otras completamente olvidadas.

Transité con nostalgia y cierto orgullo por Juncal, los gozos y las sombras, por verano azul y por muchas otras series que hicieron época, sintiendo que paseaba por mi vida infantil y adolescente, y me topé con algo de lo que nunca había oído hablar: delirios de amor,  de la que Vanity Fair decía de ella que atípica y rompedora, definía la esencia de la excesiva década de los ochenta.

Me sorprendí comprobando cómo una producción de la televisión pública fue capaz de aunar a realizadores tan dispares y personales, y les dio libertad para rodar una serie de historias de amores enfermizos, pasiones ocultas, todas ellas independientes y muchas de ellas con el denominador común de un Madrid que se despedía de la Movida, y caminaba hacia el fin de siglo.

En la presentación del último capítulo, Párpados, la guinda del pastel, Iván Zulueta – convencido por Aute para que saliera de su letargo de realizador – da voz a una Marisa Paredes equívoca, pasional y rítmica, que nos sitúa…

Soy y me llamo Carmen, como Carlos. Y vivo perpleja en mi paradoja. Toda la vida, desde Carlos, he deseado, hemos… aquella torre de la Gran Vía que se destaca sobre todo lo demás, incluido su propio castillo debajo. Viniendo de Cibeles o Alcalá, todos terminan clavados los ojos en el Capitol. Pero mirando al revés, sólo vemos una cúpula: Mí cúpula…

…nos sitúa en un edificio de la Gran Vía, en la esquina que Antonio López inmortalizó, supongo que tan enamorado como Zulueta, en un cuadro “Gran vía, clavel”, y comienza un canto emocionado a una avenida, ni muy grande, ni muy bella, ni muy antigua, pero poderosamente especial.

El caso es que, atrapado en el universo onírico y turbador de Zulueta, viajé fascinado a la Gran Vía de mi niñez. En el personal e hipnótico ritmo que imprime a la película, la nostalgia me embargó especialmente en dos ocasiones: viendo el reloj de la Telefónica, nocturno y rojo, el color que tuvo siempre, antes de que enfermara de azul corporativo, y viendo el rótulo vertical de Sepu, cuando no podríamos ni imaginar que un día de un cuarto de siglo después, las masas inundarían esa acera en la apertura de una tienda de ropa, igual que otra cualquiera de la misma marca en otra ciudad de nuestro mundo desarrollado.

Han pasado veinte y pico años, y ver Delirios de Amor, (sí, afortunadamente está disponible en TVE a la carta) es retornar al Madrid de finales de los ochenta, un surrealista y a la vez vivo retrato de los excesos, en este caso sólo intelectuales, de una época que, como todas, no volverá. Tres años después, como pobre sombra de los fastos del 92 de Barcelona y Sevilla, Madrid fue Capital Europea de la Cultura. Sin duda, ya nada era como antes; ni mejor ni peor, simplemente distinto. Afortunadamente, tenemos Párpados para tener una foto fiel, y olvidar lo malo de la Gran Vía y del Madrid de 1989, y recordar – o sólo ensoñar – lo maravilloso de la Gran Vía de Siempre.

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