Santa Pola 1990
El tiempo, más bien el paso de él, es un continuo, cómo el campo, cómo el territorio físico. Es nuestra mente quien pone unas lineas al tiempo -cómo los imperios trazan las fronteras políticas al territorio físico - que delimitan, pasados los años, las épocas de nuestra vida.
La frontera entre la infancia y la adolescencia está marcada en mi recuerdo por el veraneo de 1990. Aquel año fuimos de vacaciones a Santa Pola con mis tíos y mis primos. Sin saberlo, era la última vez que iba de vacaciones con mis padres, ya que poco después se separarían.
Durante la primera quincena de agosto -recuerdo bien que durante aquellos días la televisión habló de la invasión de Kuwait por Sadam Husein- disfrutamos de las vacaciones de un españolito normal: apartamento, playa, paseo, chiringuito... Únicamente dos sucesos que, afortunadamente quedaron en anécdota, fueron los que hicieron distintas esas vacaciones.
La primera fue la visita a la isla de Nueva Tabarca, obligada para todo visitante de Santa Pola. La calma de la isla, sus aguas insultantemente limpias en comparación a las de la costa, y lo bien que me supo la primera fideuá que comí en mi vida, se vieron empañadas por la travesía de vuelta a puerto. La mala mar que hubo esa tarde hizo que la barquilla que nos transportaba se cimbreara más de lo que era soportable para la gente de tierra adentro que la abarrotábamos. Fue difícil mantener la calma al comienzo del desagradable bamboleo, pero más aún lo fue cuando algunos pasajeros empezaron a chillar. Unos a otros nos mirábamos, cundiendo el miedo a un posible naufragio.
Las olas salpicaban en la cubierta y nosotros confiábamos en mi tío Miguel, que había servido tres años en la Marina, y por tanto estaba bregado en la materia. Pero su expresión de congoja no hacía más que confirmarnos que realmente aquello iba en serio... Milagrosamente llegamos sanos y salvos a tierra, y desde aquel momento la escena nos produjo mucha risa... nerviosa.
El segundo de los sucesos fue menos agradable si cabe. Una noche cenábamos todos en un chiringuito de playa, y a la hora de irnos, mi primo Miguel no estaba.
Tras buscarle en un primer momento por todo el local, empezando por los servicios, salimos al exterior, mirando a todos lados… y mi primo no aparecía.
La desesperación iba en aumento conforme pasaba el tiempo: preguntábamos a las personas que estaban en el bar si lo habían visto, íbamos hacia la playa, le llamábamos a voces… sin resultado.
No podría decir cuánto tiempo estuvimos buscándolo, pero no se me olvidará el momento en que mi tía Pepi dijo que tendrían que ir a la Guardia Civil a denunciar la desaparición. Sin duda, aquello era algo de una gravedad importante y el nerviosismo de aquel momento aún no se me ha olvidado. Al instante, mi primo apareció detrás de una barca varada en la playa. Habíamos sido víctimas de una broma demasiado pesada, que bien caro le costó.
El final de la quincena de vacaciones llegaba, y me volvía con mis padres a Madrid en autobús. Sin saberlo aún, aquella línea de tiempo marcaba que entraba en la adolescencia. Supongo que el día siguiente a las vacaciones sería parecido al anterior, y yo el mismo, pero muestra de que algo cambiaba para siempre es que recuerdo aquellos días de forma muy clara, y que los dos sucesos referidos no los he podido olvidar treinta y tantos años después.
Del viaje de vuelta a Madrid en autobús de madrugada, recuerdo entre sueños una tormenta de verano cuyos rayos iluminaban por completo los infinitos campos de la Mancha de Albacete.
Así termina la infancia en las líneas imaginarias de mi mente.
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