La eternidad
No
sé cómo empezar a escribir... será porque tiene algo que ver con la eternidad,
y eso no tiene principio ni fin.
O porque su ausencia todavía es algo
físico, y todavía notamos que está con nosotros, aunque sospecho -y deseo- que
siempre lo estará.
Lo está en el nombre de mi hijo, y
recuerdo, emocionado, cómo me dijo a solas, a las horas de nacer, lo contento
que estaba de que llevara su nombre, Claudio.
Lo está en todo lo que nos contaba, en sus
dichos, en su buen humor para todo y para todos, y en su constante preocupación
para que nada faltara a la gente que quería.
Lo está en la escalera de mi casa,
subiendo, tantas veces cargados, cuando nos mudamos, y como, siempre, después
de aquello, decía que ya no sería capaz de volver a hacer una mudanza... y en
la escalera de mi casa, bajando, cuando transportamos una televisión que pesaba
cómo ninguna otra cosa en el mundo, y casi rodamos escaleras abajo con ella.
Sobre todo está en el campo, celebrando el
primer espárrago que cogí. Está en todos los lugares que fueron su vida y que
nos contaba con pasión cuando nos los mostraba. Para mí, esos nombres y esas
historias son él: el Donadío, las Minas Viejas, Sierravana, la Perdiguera,
Valdefuentes, Majalasierra...
Y está especialmente conmigo en todos los
sitios que descubrimos juntos, pateando valles: los Pedroches y Alcudia.
Cada descubrimiento suponía un gozo íntimo y una fuente de cosas que recordar y
contar entre risas. Estaré siempre con él en la casa de las Bóvedas, en las
Cábilas, en el Cementerio de los Soldados, en las Minas del Horcajo, en la
Bienvenida y en tantos otros lugares y, sobre todo, caminando buscando el
castillo de Vioque, nuestro primer gran descubrimiento, al que tantas veces
volvimos y en el que tantas veces aprendimos con él, de la tierra, del canto de
los pájaros, de todo lo que nos rodeaba.
Duele percibir esa ausencia física, pero miro a lo lejos, y allí, donde llega la vista en el horizonte, y se pierde entre los cerros, él permanece.
Siempre.
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