El nombre de las Calles
En estos días pasados de un
confinamiento que todavía no se ha ido del todo, la reposada nocturna en el
sofá tras la cena, con pocas ganas de leer, me sugería viajar en mi mente por
todos los viajes que hemos hecho. El miedo – a tantas cosas – me hacía pensar
en que, tal y como se está poniendo el mundo, quizá no pudiera viajar más y,
para calmar el terror, comenzaba un paseo por las calles de mi memoria con un
nombre que, más allá de la belleza del lugar, se me ha quedado grabado, por
curioso o bonito.
El paseo comienza en mi ciudad,
Córdoba, por un barrio del casco histórico, San Agustín, muy alejado y olvidado
por las rutas turísticas, preñado de patios de una belleza singular. Se suceden
las calles de las Nieves Viejas, Matarratones, Pozo de dos bocas, y termina por
el sugerente nombre de Plaza del huerto hundido.
Sigo por Sevilla, y sin dejar de
nombrar la acertada y preciosa esquina que en el barrio de Santa Cruz une los
nombres de Agua y Vida, me detengo en la calle de la Cabeza del Rey don Pedro,
a admirar en una hornacina la cabeza en piedra del rey Cruel, recordando la
leyenda tan increíble que dio nombre a la calle.
Mi ciudad total, Cádiz, sale de
la Catedral al mar por un callejón que se llama de los Piratas, y el mar al que
sale no se llama Atlántico sino “Mar de Vendaval” abierto no solo a los vientos
del poniente y del levante, sino también a la África cercana y lejana, y la América
por descubrir.
La calle mas poética de Granada, “Granada,
calle de Elvira”, tiene un callejoncillo que desemboca en ella que se llama
Ruedabolas: imaginen su pendiente.
En Cáceres, junto a la Plaza
Mayor, en un remanso de paz e historia, una esquina se llama “Foro de los Balbos”,
con una estatua del Genio Andrógino, que con el cuerno de la abundancia cuida
de su ciudad desde el tiempo de los romanos.
En Santiago, campo de estrellas,
me pregunto por qué a hay una rúa que se llama del Preguntorio.
Recordando mi primera visita a
Barcelona, me veo perdido, buscando el hotel que no encuentro, y llegando muy
acertadamente, sin saber que calle tomar, a la plaça del Dubte (Plaza de la
Duda).
Madrid tiene dos calles cuyo
nombre me da qué pensar en poesía, una vieja: el pasadizo del Panecillo, y otra
moderna: el paseo de los Melancólicos, que antes terminaba en el estadio
Vicente Calderón, en una metáfora urbana – futbolística única.
Para terminar, mi nombre de calle
preferido, de una ciudad incomparable, Toledo. En la calle del Horno de los Bizcochos hasta se percibe el olor a dulce recién horneado, en una mañana fría, preparado para
subírselo al alcázar cercano al emperador Carlos para que olvide Flandes y se
vuelva español del todo.
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