Mi vecino Antonio


La última tarde de nuestras vacaciones gaditanas recibí la llamada de mi madre para decirme que había muerto nuestro vecino Antonio.

Antonio es, todavía me cuesta decir ‘era’, un vecino de los de antes. Él y Conchi, su mujer, han sido algo más que las personas que viven en la puerta de enfrente. Siempre dispuestos a hacer cualquier favor, independientemente del día o la hora que fuera – aún recuerdo la noche en que murió mi tío Juan –, la relación con ellos dura desde el día que mi madre y yo vinimos a vivir a Córdoba.

Cordobés militante en todos los sentidos, cuando yo fui algo más mayor, fuimos compañeros de abono en la plaza de toros y de la Orquesta de Córdoba en el Gran Teatro, permitiéndome hablar con él de muchas cosas, y sobre todo, de disfrutar de sus narraciones sobre una Córdoba que ya no existía. Recuerdo a menudo una, que se refería al impacto que produjo la muerte de Manolete en Córdoba. Antonio me contaba que la mañana del 29 de agosto de 1947 su padre le mandó a comprar jeringos por la mañana. Estando en la cola del puesto de churros, se enteró por los comentarios de la gente que a Manolete lo había matado un toro en la Plaza de Linares. Sabiendo que aquello iba a impresionar mucho a su padre, Antonio se volvió a casa sin comprar los jeringos, y al volver, su padre estaba encerrado en su habitación llorando, ya que se acababa de enterar por un vecino de la muerte del torero.

Aprecio a Antonio y Conchi por como son, y por lo que representan. Ellos más que nadie han sido testigos de mi paso de la niñez a la madurez. Me alegra que quienes me vieron llegar siendo un niño a Córdoba de la mano de mi madre, me hayan acompañado en momentos como mi boda, hayan celebrado mis momentos de alegría como tener un trabajo fijo, y su llamada es una de las que nunca me falta el día de San Juan. Prueba de que están muy presentes desde siempre en mi cotidianeidad es que su teléfono fijo – en estos raros tiempos de teléfonos inteligentes que saben hacer de todo – es uno de los pocos que aún me sé de memoria.

 Agradezco que pocos días antes de su fallecimiento estuviera con él un rato –precisamente el día en que cumplía ochenta y siete años –, que conociera a mi hijo, y que siguiera, como desde hace veintiséis, viendo mi paso por la vida. Hablamos un momento: me felicitó por mi paternidad, y me dijo que ya no veía los toros ni por la tele. Le dije que no se preocupara, porque en estos tiempos decir que te gustan los toros es ser un bicho raro. Se rió…

Sin Antonio, Córdoba está un poco más sola. El barrio de la Catedral – como le llamamos los paisanos a la Judería – pierde a uno de los pocos vecinos de verdad que le quedan, y me lo imagino en su barca en el embalse de la Breña, como tanto le gustaba.

Descanse en paz.


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