Un día memorable

Una vez, ojeando un resumen sobre mi idolatrada American Beauty, leí que la película terminaba narrando "un día memorable" en la vida del protagonista. Tan memorable, que es el día en que se lo cargan y empieza a narrar su vida desde un más allá que le da una perspectiva de inusitada belleza.
El caso es que, olvidando la película, la expresión "un día memorable" me gustó mucho y quedó alojada en mi cabeza.
 
Hace unos días descubrí, positivamente, qué es un día memorable, un día que te cambia la vida y desde el cual empiezas a mirarla desde una óptica que no podías imaginar el día anterior. Fue el día que nació mi hijo.
Sobre las diez de la lluviosa y tormentosa noche del sábado estábamos  montando en el coche de un taxista al que le dije que llevábamos a una parturienta, cosa que provocó que llegáramos al hospital en cosa de segundos. Ingresada Rocío y rodeados de horribles artefactos hospitalarios, vino toda una noche y una mañana de espera ante lo inminente. Viendo el amanecer desde la ventana del paritorio, que confería un aire de intemporalidad a la situación, tuvimos tiempo de recordar juntos mil y un momentos que nos habían llevado allí.
Hacia el mediodía llegó el momento del parto, y mirando a Rocío en esos momentos confirmé la certeza de muchos tópicos: sin duda, madre no hay más que una, y no debe haber nada que iguale al momento de alumbrar una vida, cosa que por mucho que imaginemos, los hombres no podemos ni imaginar, valga la redundancia.

No puedo expresar con palabras el momento de nacer mi hijo. Nada se parece a esa delgada línea roja entre el todo y la nada. Su llanto fue la expresión más liberadora que he escuchado nunca, el abrazo que nos dimos su madre y yo, el más profundo que he dado, y mis lágrimas el sentimiento más irreprimible que he sentido.
Nació con los ojos muy abiertos, y su primera mirada se me ha quedado grabada para siempre en el alma. Al cogerlo y besarlo por primera vez, sentí de verdad lo que es un milagro en equilibrio.
Salí del paritorio al mundo real para anunciar su llegada y allí me encontré con María Jesús. Nos abrazamos y seguí sin poder reprimir las lágrimas.

Normalizada la situación, con Rocío ya en planta, mientras recibía las primeras visitas para conocer al niño, bajé con mi madre al bar del hospital a tomar un café y un pastel -hasta entonces no había probado nada más que agua- y al salir al exterior de la tarde solitaria de domingo, el primer frío de este otoño tardío me impactó en la cara. El mundo para mí era otro, la vida, distinta: nueva, difícil y maravillosa.
 
 
 
 

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