Diez años
Hoy hace diez años que murió mi tío Alfonso. Una década ya del tiempo que cada vez pasa más rápido... Todavía recuerdo, o me lo parece, con mucha nitidez la última vez que estuve con él: una tarde fría de domingo en Madrid. Me despedí de él, y me volvía a Cordoba, cogiendo el tren en la estación de Atocha; la luz naranja de las farolas del paseo de los Melancólicos, que veía a través de la ventana del autobús, me parecía que justificaba más que nunca el nombre del paseo. La tarde siguiente, ya de lunes, me llamó mi padre para decirme que había fallecido. A pesar de ser algo esperado, no podía entenderlo...
Recuerdo a mi tío todos los días, sobre todo por las mañanas, justo antes de entrar a trabajar, y no se me olvida que estoy dónde estoy gracias a su ayuda y que nunca tendré tiempo ni palabras suficientes para agradecérselo.
Doy gracias a la vida y a las circunstancias porque en parte de sus dos últimos años de vida pude vivir en casa de mis tíos y compartir con ellos ratos y trabajos, y seguir, cómo desde que era pequeño, recibiendo su afecto.
El día después de su fallecimiento, cuando estábamos juntos en el tanatorio, mi tía Conchi recordó que la última vez que lo había visto reír a carcajadas había sido unos meses atrás, cuando él y yo estábamos viendo juntos una película de risa. Aquel recuerdo aún hoy me emociona.
No hace mucho, encontré un libro en mi biblioteca titulado 'historias del viejo Madrid', y lo abrí por la primera página, para ver -mi costumbre- cuando lo había fechado, y vi que yo había escrito, cosa que ya casi no recordaba:
Este fue el último regalo que me hizo mi tío Alfonso. Toda mi gratitud para él, sobre todo por su cariño.
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