Nostalgia en Madrid
Se dice que el cambio es lo único que no cambia en la vida,
y que la resistencia al cambio, aunque muy humana, es un lastre para el
progreso. Aun así, comprobar el cambio en algo que se siente como propio, es el
primer paso hacia el reconocimiento de haber perdido algo, y por ende a la
nostalgia.
El pasado fin de semana estuve en mi ciudad, Madrid, y con
poco tiempo pude pasearla reflexivamente. El viernes por la noche en un corto
paseo familiar, subiendo la calle Segovia con la fría luz naranja de las farolas,
pasando bajo el viaducto y entrando al caserío antiguo de Madrid por San Pedro
el Viejo y la plaza de la Paja, y el sábado por la mañana por la calle Atocha y
Lavapiés, observando el desperezar del mercado de la calle Santa Isabel entre
rumores y olores de mercado matinal, y un poco más tarde la ciudad menos oculta
y más urbanita de la Gran Vía, Chamberí y los bulevares.
El resultado de tanto paseo reflexivo fue comprobar con
cierta pesadumbre que Madrid, al igual que todas las ciudades españolas, está
uniformando sus calles. Todo son franquicias y tiendas de firmas que no
hace falta nombrar, pero que las podemos ver no sólo en España sino en todo el Mundo, como
feos y absurdos clones del gusto único.
Lo más doloroso fue comprobar ciertos detalles impuestos por la estúpida época en la que vivimos, en la que todo debe ser beneficio económico y actitud comercial: las luces del reloj del edificio de la telefónica ya no son rojas, sino azul “corporativo”; muchos teatros, antes de su nombre de siempre, llevan el de la firma que los patrocina; y, para colmo de males, ni la estación de metro de la Puerta del Sol se llama ya Sol ni la línea 2 del metro se llama línea dos como antes.
Lo más doloroso fue comprobar ciertos detalles impuestos por la estúpida época en la que vivimos, en la que todo debe ser beneficio económico y actitud comercial: las luces del reloj del edificio de la telefónica ya no son rojas, sino azul “corporativo”; muchos teatros, antes de su nombre de siempre, llevan el de la firma que los patrocina; y, para colmo de males, ni la estación de metro de la Puerta del Sol se llama ya Sol ni la línea 2 del metro se llama línea dos como antes.
Por la noche quedé con mi primo Miguel para tomarme unas
cañas en el paseo de la Florida, frente a un centro comercial de un lugar que
ya no se llama Norte sino Príncipe
Pío. Allí, hablamos un rato de la vida, y después salimos a pasear por el lugar dónde
empieza nuestro barrio, que ya no es la ribera del Manzanares, sino Madrid Río, que por no tener, ya ni
siquiera tiene olor a río. Hablamos de lo que había cambiado el Madrid de
cuando éramos niños y me recordó cuando
veíamos una reproducción del plano de Madrid de Teixeira, colgado como adorno
en un descansillo de su portal, y me parecía tan mágico comprobar cómo muchas
calles del Madrid de 1656 seguían existiendo entonces y conservaban sus viejos
nombres, en una especie de mapa del tesoro en el que había infinitos misterios
que encontrar…
Aterido por el frío de la noche junto a la ribera del río –
eso sí que no ha cambiado – le dije a mi primo que me parecía que con tanto
cambio yo ya no era de Madrid, y me contestó algo que me encantó, y estaba muy bien traído:
-
Juanito, aunque tú no quieras, eres madrileño de
pura cepa…
A pesar de todos los cambios de las épocas estúpidas, a
Madrid siempre le quedarán cosas inmutables por mucho que se empeñen en cargáselas políticos
ignorantes, modas vacías o imposiciones comerciales: cosas como el espíritu de sus
calles y gentes, el plano de Teixeira o la música de Boccherini, y sobre todo
el ambiente, eso que decía Luis Carandell que todos los madrileños – de Madrid
o de fuera – presumían de ello, pero que ninguno sabría describir muy bien… el ambiente.
Comentarios
Publicar un comentario